mapa corrupción 2007
José Manuel Cansino, en Diario de Sevilla
Al economista británico Ronald Coase le ha venido a pasar lo mismo que a John Forbes Nash y tantos otros científicos dedicados a la investigación básica; se sorprendieron de los ámbitos en los que se acabaron aplicando sus aportaciones. Tantos, que ambos recibieron el Premio Nobel en Economía, el primero en 1991, y el segundo, tres años después.
La corrupción que jalona informativamente los diarios, es para la Ciencia Económica, un coste de transacción; precisamente similar a los que estudió Coase en su célebre artículo de 1937 The Nature of the Firm.
Sabido es que nadie las tiene todas consigo, esto es, que la información en torno a la rentabilidad de un negocio es imperfecta. También en aquellos que se ponen en marcha fruto de este tipo de prácticas.
Por eso el corrupto potencial considera el coste y el beneficio de su acción. Consciente o inconscientemente, realiza un cálculo de riesgo que incluye tanto las posibles consecuencias judiciales como los posibles efectos de rechazo social.
Si en España nos acercamos cada vez más a una edición propia de la tangentópolis será porque unas y otras se perciben como reducidas; casi despreciables en el cálculo de riesgo.
Sobre este cálculo escribió Gary S. Becker en el Journal of Political Economy. Lo hizo en 1968 tomando prestado el título Crimen y Castigo de la apasionante novela de Fedor Dostoievsky (Crime and Punishment: An Economic Approach). En 1992 también recibió el Premio Nobel en Economía; justo un año después de Ronald Coase.
La existencia del delito obliga a la sociedad a dotarse de un sistema judicial tanto más costoso como extendido resulta aquél. Luchar contra la corrupción es socialmente costoso, como lo es, en general, luchar contra el crimen.
La lucha judicial contra la corrupción extendida obliga a desviar recursos de empleos civiles; si ampliamos los juzgados porque están desbordados puede que no haya dinero para los hospitales. De ahí que el coste de la corrupción deba ser socialmente inaceptable.
También aquí la economía tiene algo que decir cuando estudia la relación entre regulación económica y niveles de corrupción. Desde su artículo de 1975 en el Journal of Public Economics, Susan Rose-Ackerman ha venido advirtiendo que más de la primera lleva a más de la segunda. No debe extrañarnos, por tanto, que el delito de cohecho que tanta tinta -judicial y periodística- derrama, esté tan anudado a un ámbito extraordinariamente regulado como el planeamiento urbanístico.
Pero es evidente que el riesgo que sintieron los corruptos de una acción judicial eficaz fue insuficiente para evitar el delito.
En cuanto al posible rechazo social que también considera el delincuente en potencia antes de la transgresión, es cierto que viene condicionado por la salud moral de la sociedad de la que forma parte.
Ética y Economía, aun secularmente alejadas, son dos disciplinas que deben crecer juntas en muchos aspectos. Así lo sostiene el también Premio Nobel, Amartya Sen (On ethics and economics, 1987).
En su cálculo de riesgo y en aquellas sociedades aquejadas de subdesarrollo ético, de una ética barata y de saldo, el corrupto potencial avanza decidido hacia el delito, quizá pensando que despertará más envidia que reprobación.
Todo lo que rebaja la ética ensancha el espacio a ocupar por la corrupción. Por esta razón, la promoción programada de la indiferencia moral acaba privando a los ciudadanos de la fuerza moral indispensable para arrojar la corrupción extramuros de lo cotidiano, tanto por el rechazo social a los delincuentes cuanto por la exigencia ciudadana a las instituciones públicas para que éstas funcionen eficazmente.
Derivar hasta que la corrupción se aloje en la vida cotidiana de los españoles como un peaje más a pagar a la Administración pública o al partido acabará provocando una situación de inseguridad estructural que dará origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos.
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