Alberto Grazón Espinosa
Según ha declarado el gobierno, el objetivo de la reforma laboral venidera tiene como uno de los objetivos principales reducir los costes laborales. Es una argumentación habitual reclamar la reducción de dichos costes en beneficio de la competitividad de las empresas. Se supone que una rebaja de dichos costes permite a la empresa poder vender su producto a menores precios en el mercado y, así, ganar cuotas de mercado sobre los competidores.
Lo que se suele ignorar, no por casualidad, es que los costes laborales son la relación entre la remuneración de los asalariados (en sentido amplio: incluyendo prestaciones sociales pagadas por las empresas) y la productividad. O lo que es lo mismo, que dichos costes laborales se pueden reducir efectivamente tanto reduciendo la remuneración de los trabajadores como incrementando la productividad.
Los teóricos de la Comisión Económica Para América Latina (CEPAL) diferenciaron entre dos tipos de competitividad.
En primer lugar estaría la competitividad espúrea, más de corto plazo, basada en la reducción de salarios y prestaciones. Moderando la masa salarial, como decía antes, se reducen los costes que sufren las empresas y les permiten a éstas vender con ventajas sobre competidores cuyos salarios sean más altos. Normalmente este tipo de competitividad suele darse en economías en desarrollo, con mano de obra intensiva y con actividades económicas vinculadas al sector primario, producción de bajo valor añadido o actividades de extracción de recursos naturales.
En segundo lugar estaría la competitividad auténtica, basada en la otra parte de la relación, esto es, en la productividad. La reducción de los costes laborales unitarios vendría debida a una mejora de la producción por empleado y ello sería mucho más sostenible a medio y largo plazo. Son muchas las formas de alcanzar estas mejoras de productividad (introducción progreso técnico, mejores sistemas de gestión, horarios laborales razonables y eficientes, mejoras del ambiente de trabajo, mejores sistemas de transporte, mayor educación, sistema de incentivos bien estudiados, etc.).
¿Por qué es mejor una competitividad del segundo tipo? Pues porque una reducción de los salarios tiene un efecto profundamente perjudicial, que es el estrechamiento del mercado interno (la disminución de la cantidad de salarios que pueden destinarse a comprar los productos). Si una economía se basa en este tipo de competitividad y aspira a lograr tasas de crecimiento económico decentes, tiende a orientarse hacia el exterior. Eso supone finalmente una mayor vulnerabilidad para la economía (queda sujeta a la demanda internacional de los productos).
Por el contrario, los incrementos de productividad permiten competir en los mercados internacionales sin dañar los salarios o alternativamente también permiten incrementar los salarios y ampliar los mercados internos. De esta segunda forma las empresas no ven alterados sus costes laborales pero ven incrementados sus beneficios totales, ya que los mayores salarios en la economía permiten un mayor número de ventas. Como además este tipo de competitividad está asociada a la introducción de mejoras técnicas y la especialización en sectores de alto valor añadido (nuevas tecnologías, por ejemplo), el crecimiento económico es mucho más fuerte y las posibilidades de derivar en una economía plenamente desarrollada también.
Volviendo de nuevo la vista hacia España me da la impresión de que la apuesta actual es, sin embargo, hacia el primer tipo de competitividad. La reducción de los costes laborales va a suponer o una reducción de salarios o un coste añadido al Estado (en la medida que los trabajadores no pierdan directamente, como anuncia el gobierno), ya que el objetivo es, en cualquier caso, que las empresas ganen “ventajas”. Tengo la impresión de que los empresarios de este país tienen una visión estrechísima y de muy corto plazo, probablemente por haber vivido del ladrillo tanto tiempo, y me temo que por su parte el gobierno carece de estrategia alguna.
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