Josep Ramoneda, en El País
España está en situación de emergencia: se está desangrando con una hemorragia de seis millones de personas excluidas del trabajo. El Gobierno declara su fracaso, al confesarse incapaz de cumplir en esta legislatura los objetivos para los que fue elegido. Es decir, la hemorragia seguirá y el país continuará perdiendo tono vital y capacidad de reacción. El partido socialista, al que la inacabable agonía del zapaterismo dejó en una anemia de la que todavía no se ha recuperado, no consigue dibujar una alternativa creíble. Los sindicatos, identificados como defensores de los que tienen empleo, son vistos por la mayoría como parte del desprestigiado universo institucional. Y la ciudadanía, sin futuro a la vista, siente un desamparo creciente. La suma de estos factores configura el escenario idóneo para que volvamos a dar vueltas a la noria del gran acuerdo de Estado. ¿Para qué? ¿Para salvar la cara a unos actores políticos y sociales en pleno declive incapaces de dar respuesta a los problemas de la ciudadanía? ¿Para que cesen las demandas de una reforma institucional en profundidad, de un nuevo y real reparto del poder?
Creo que el pacto es imposible por dos razones: no hay voluntad real de alcanzarlo, solo se habla de acuerdo para cargar en el adversario la responsabilidad del fracaso. Y no se da el marco que lo haga posible, ni siquiera deseable.
Los sindicatos han planteado las dos condiciones básicas para un pacto sobre el empleo: retirar la reforma laboral del PP, que solo ha provocado más paro y regulación del mercado laboral a la baja, con caída de los salarios y más empleo precario; generar inversión con un fondo público y con presión sobre los bancos, que de algún modo tienen que devolver lo que la sociedad les está dando. Ninguna de estas condiciones es aceptable para el PP que, al tiempo que ha reconocido su fracaso, no tiene empacho en decir que no piensa cambiar de política. Al Gobierno el pacto solo le interesa si sirve para que los demás legitimen una política quemada. El PSOE habla de pacto para dar imagen de partido responsable, dispuesto a ayudar en un momento de dificultades. Pero en el fondo es la expresión de la incapacidad de definir una política alternativa real y de explicarla de modo creíble a la ciudadanía.
El pacto es imposible porque no están claros los objetivos. En el consenso de la transición había dos impulsos compartidos: crear un sistema democrático homologable y estable, y normalizar el país con la incorporación plena en Europa. Ahora ni siquiera acabar con el desempleo es un objetivo común: la reforma laboral demuestra que el PP cree que el paro es un mal necesario para salir de la crisis.
Decía Jacob Burckhardt que las verdaderas crisis son raras. Esta es rara, por tanto, verdadera. Es una crisis sistémica, que nos ha situado en una encrucijada y del camino que se escoja dependen muchas cosas: entre ellas, la supervivencia de la democracia y los modos de convivencia futura. Es una crisis que responde a una revolución tecnológica con efectos múltiples sobre la propia experiencia humana y a cambios sustanciales en la composición de los grupos humanos: desde la división en clases sociales hasta la composición de la pirámide de edad. De ahí que aparezcan fracturas nuevas en la confrontación social: los partidarios de desdibujar la política y los partidarios de la defensa de lo público; los instalados, que todavía tienen trabajo, y los excluidos; los que buscan la impunidad saliéndose del marco social e institucional, y los que buscan amparo en los referentes comunitarios y en las instituciones compartidas. A través de estos y otros conflictos se van modificando las líneas de confrontación política e ideológica.
En este debate hay una posición, que en España representa el PP, que condena a la política a un papel ancilar, entregando la hegemonía social a unas élites articuladas en torno al poder financiero, cada vez más alejadas de la sociedad, y buscando en la neorreligiosidad, conforme al modelo que los pentecostalistas ensayaron con la Administración de Bush, el control de una sociedad condenada al individualismo y la indiferencia. Esperanza Aguirre, siempre a la vanguardia del partido, apelando a debilitar al Estado en beneficio de las corporaciones privadas, y Ruiz Gallardón, tratando de gustar a los señores obispos, expresan, sin vergüenza, lo que Rajoy se calla. ¿Es este el camino que la izquierda tiene que pactar? Dice el historiador finlandés Bo Strath: el sistema ha entrado en crisis por su incapacidad en el trato a las personas. Este es el problema del modo de gobierno neoliberal: cuando todo tiene un precio, las personas no existen.
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