En el verano de 2007, el mercado, esa fuerza ciega de la economía sin control, reventó de un golpe. Parecía que el péndulo volvía hacia lo público, pero las cosas han ido más lejos para subordinarse al control político
Jorge M. Reverte, en 'El País'
Pasarán algunas décadas hasta que los historiadores sean capaces de analizar con tino lo que nos está sucediendo. Ya no es ninguna exageración afirmar que la crisis económica que implica al mundo más rico y desarrollado es la más destructiva e ingobernable desde la de 1929. Incluso, en algunos de los parámetros decisivos, más profunda.
Como ha descrito el profesor Pablo Martín Aceña en un trabajo titulado Dos crisis más una, de inminente publicación en la revista universitaria Historia y política, de la primera gran crisis del siglo XX, la de 1929, surgió el final del laissez faire que había dado todo el protagonismo a las fuerzas libres del mercado y se abrió la brillante etapa del keynesianismo, el intervencionismo estatal que permitió la construcción del Estado del bienestar en los países del centro del sistema. La socialdemocracia se impuso en Europa con una fuerza que parecía incontenible.
Ese nuevo periodo se vio bruscamente quebrado por la segunda crisis del siglo, la de 1971 y 1973, con la subida del precio del petróleo. La guerra de Vietnam, que había dejado exhausta a la economía norteamericana, fue una de las principales causas del desastre; la acumulación de poder de las economías petroleras, otra.
La ideología dominante en la economía y la política cambió, en un drástico movimiento pendular, hacia el otro lado: el liberalismo de Thatcher y Ronald Reagan adquirió el carácter de incontestable para acabar con las ineficiencias de lo público. Volvió el mercado a campar por sus respetos, y comenzó el lento declive de las políticas socialdemócratas a ambos lados del Atlántico norte.
En el verano de 2007 llegó el brusco despertar del nuevo sueño de una economía eficiente, alejada de los ciclos, en el que los políticos de casi todo el mundo sesteaban. El mercado, la fuerza ciega de los mecanismos de la economía sin control, apoyado esta vez por los mejores matemáticos, premiados incluso con galardones internacionales, que fabricaban productos complejos basados en suposiciones simples, como la del crecimiento infinito del dinero, ese mercado sofisticado conducido por hombres dotados de avidez y codicia también de características infinitas, reventó de un golpe.
Y llegó el nuevo movimiento del péndulo. A la ceguera del mercado le sucedió una aparente lucidez de lo público, que comenzó a actuar tomando lentas pero importantes decisiones que pusieran las riendas al animal desbocado. Algunos de los más reputados académicos de la economía, como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, alientan esta intervención política y abogan por la puesta en marcha de soluciones keynesianas, de las que sirvieron para salir del atolladero de 1929.
Esa era la moda aparente y ese es el momento en el que estamos. Aunque, todavía a estas horas, no seamos capaces de saber en qué va a desembocar el nuevo golpe del péndulo. Sí sabemos, en cambio, algunas cosas, que nos recuerda otro espléndido y monumental texto, Posguerra (Taurus), de Toni Judt, en cuyos muchos centenares de páginas se describen con un rigor y una amenidad fuera de lo común los vaivenes de la sociedad europea provocados por la II Guerra Mundial (en parte una secuela de la crisis de 1929) y los desplazamientos políticos y sociales que se registraron después de los desastres de 1971 y 1973.
Uno de los aspectos más novedosos, desde mi punto de vista, que se pueden percibir en la nueva situación es el de la combinación del reforzamiento de la idea de lo público y su intervencionismo con el vigor de las opciones de derechas en el plano político. Unas opciones que rechazan por sus principios liberales la regulación excesiva, pero que intervienen con dureza en la gestión de las economías... para entregárselas a los mercados.
Y la novedad fundamental es que esa dureza no se aplica solo a las entidades financieras, sino a los Gobiernos de los propios países soberanos que forman parte del núcleo duro de la democracia mundial, es decir, de Europa.
Europa, el gran sueño de la libertad, la democracia y la prosperidad basada en la justicia social, es ya una entidad cuya destrucción sería catastrófica. Un edificio que se sostiene, antes que por las instituciones políticas, aún inmaduras para un Gobierno de veras democrático, sobre la moneda, sobre el euro.
Esa naturaleza monetaria (no es solo eso, pero sí lo es fundamentalmente) de la construcción del paraíso europeo, está provocando ya algunas disfunciones que atentan contra los fundamentos democráticos y pretendidamente igualitarios del sistema.
Primero fueron Grecia, Irlanda y Portugal quienes probaron la medicina de Europa. No fueron ni convencidos por la acción de un Parlamento en el que se debatiera su política económica, ni tampoco por un Gobierno europeo dotado de legitimidad. Fueron obligados a adoptar planes severos (no digo que no justificados) sin que pudieran dar su opinión. El Banco Central Europeo, pero sobre todo los Gobiernos de países distintos, conminaron a los Gobiernos griego y portugués a poner en marcha medidas draconianas que ni siquiera tuvieron tiempo de debatir los partidos políticos que representan a sus ciudadanos. En todo caso, no se pudo debatir la sumisión o no a unas determinadas condiciones.
En España aún no acabamos de digerir la receta que se nos ha aplicado: ni más ni menos que un cambio en la Constitución sin que ningún partido (el que gobierna tampoco) haya sido consultado. Los diputados del Partido Popular y del PSOE han tenido unos días de plazo para tragar la propuesta, y votaron disciplinadamente en favor del cambio en la Constitución sin que les haya dado tiempo a recuperar el color demudado de sus rostros. El mismo candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha sido incapaz de disimular su estupor por la decisión.
¿Quién o quiénes han resuelto que las cosas sean así? En teoría, el presidente Rodríguez Zapatero y el líder de la oposición, Mariano Rajoy. Un escogido grupo de negociadores de ambos partidos ha resuelto en un tiempo récord sobre la fórmula más adecuada para eso que se llama "dar confianza a los mercados". Confianza en que seremos capaces de pagar la deuda y financiar los déficits contraídos (locamente) durante los años del entusiasmo crediticio.
En la práctica, los autores de la decisión han sido quienes mandan en realidad en Europa ahora mismo: los países más fuertes, Alemania y Francia. El BCE ha actuado en consonancia con ese poder, con esa fuerza. Por supuesto, basándose en una incómoda realidad de nuestro país, la de que hemos necesitado, como Italia, el apoyo financiero masivo para no caer en el infierno en que lo han hecho Grecia, Irlanda y, en menor medida, Portugal.
Los cambios constitucionales que están sobre el tablero político en nuestro país son muchos. La forma de Estado, la estructura federal, la relación con Euskadi, la existencia del Senado, son algunos de ellos. Y cada vez que se plantea la posible redefinición de algunos de esos asuntos, los partidos políticos mayoritarios responden con la misma razón: un cambio en la Constitución es algo muy delicado.
Pero yo creo que hay algo más delicado que eso: los procedimientos aplicados. En pocos días se va a alterar la Carta Magna porque nos lo han demandado Angela Merkel y Nicolas Sarkozy. El camino está allanado para la siguiente tropelía, esté o no en la cabeza de quienes la van a poner en práctica el cometerla.
Europa no solo ha procedido a ordenar los mercados en España, a regular la actuación de nuestras entidades financieras, y a salvarnos de nuestros pecados. Europa, sin basarse en ninguna legitimidad democrática, porque no la reúnen Merkel y Sarkozy, a los que no hemos votado, nos ha impuesto un cambio constitucional.
El péndulo que parecía ir hacia lo público, hacia el control del Estado sobre la economía, ha ido más lejos de lo que esperábamos: ha ido al control político de un país democrático en función de los intereses y las leyes de los llamados mercados. Y (espero equivocarme) ha roto gran parte de las expectativas del debate electoral que se avecina, porque ha quebrado las bases del sistema.
Qué tentación la de caer en el remedo hiperbólico: Delenda est Constitutio.
Virgencita, que me equivoque.
Jorge M. Reverte es periodista y escritor.
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